Miedo, trauma y el cuerpo como medicina

Autora: Lara Terradas Campanario – Psicóloga colegiada 15613, terapeuta corporal integrativa y gestalt, infanto-juvenil y familiar.

Si el miedo es el infierno, el amor es el cielo. Son estados psicocorporales antagónicos. Del miedo a la rabia hay un paso. El miedo es la versión pasiva de la rabia; la rabia es la versión activa del miedo. Puede que estés pasando por verdaderos infiernos en estos días de confinamiento, si no sabes cómo gestionar tus emociones: de miedo a rabia, de rabia a miedo. Los procesos emocionales que vives se encarnan el cuerpo, porque es el territorio de anclaje de la vida interna. Así pues, ¿cómo sientes tu cuerpo estos días? Sentir el cuerpo es sentir la Vida y estar unidxs al planeta Tierra, a la nuestra naturaleza interna y externa, que, desde la perspectiva energética, es lo mismo.

La danza a la que estamos convocadxs a bailar en esta situación global sacude todas las esferas de la vida: política, social y personal, a la luz de la salud —enfermedad y muerte—, con sus consecuencias en la economía. Pone la vida en el centro (¡ya era hora, qué bonito!) y nos inspira para la conciencia de crecimiento y sanación. ¡Que se caiga lo intoxicado por obsoleto en una humanidad que está llamada a abrir su pequeña mente! Es en el proceso de traspasar las dificultades que abrimos nuestro corazón y así se disuelven las corazas musculares del cuerpo.

En esta danza estamos llamadxs a lidiar con aspectos que, según se gestionen, pueden ser precedentes de trauma, según Bessel van Der Kolk (psiquiatra especializado en trauma). A continuación los cito:

Primero: la incertidumbre, que nos pone en el limbo de la no predictibilidad, generando sensaciones de apatía, inquietud y pérdida de sentido del propósito vital. Lidiar con ella nos puede enseñar cómo es nuestro grado de confianza o de miedo en la vida.

Segundo: el encierro, que nos deja en casa sin poder salir mientras, en oposición a la naturaleza corporal, el sistema límbico (cerebro primitivo que actúa más allá de la voluntad para garantizar la supervivencia ante el peligro) segrega las hormonas del estrés, derivadas del miedo, que nos predisponen a actuar afrontando la situación o huyendo de ella. En el confinamiento, este extra de energía del cuerpo, el estrés, es necesario moverlo, para que no cree mayores complicaciones cardiovasculares ni emocionales. Buscar vías de salida físicas y propósitos para “hacer algo” con y para la situación si así nos nace.

Tercero: la interrupción de la vida social, siendo nuestra especie intrínsecamente gregaria y de contacto físico, en una situación en que se hace más necesario compartir buscando apoyo y complicidad, lo cual calma el sistema nervioso y atenúa la vivencia de amenaza. El contacto social necesita encontrar otras vías para ser satisfecho: las pantallas y la conexión por vía espiritual. Para el contacto físico habrá que esperar. También estamos arrojadxs al maravilloso abismo del encuentro con nosotrxs mismxs. Esa es la relación personal más importante de nuestra vida.

Cuarto: ir como pollo sin cabeza por la casa, o sea, disociarnos del cuerpo y del sentir para evitar entrar en contacto con el dolor, lo cual hace perder el foco de atención de todo porque estamos lejos de nuestra propia escucha y, por ende, lejos de saber lo que necesitamos. Más abajo hablaré de propuestas para regresar a la casa del cuerpo.

Quinto: la sensación del día de la marmota. En la vivencia traumática se pierde la noción del tiempo, el sentido de la experiencia, y se cree que eso va a durar para siempre. ¡Qué bien nos va vivir momento a momento! Este segundo es diferente del siguiente. Instalarse en el cuerpo nos aterriza al presente y aquieta la mente, futurista y catastrófica, en estados de alarma.

Sexto: sentir inseguridad en nuestro propio cuerpo, y en nuestra propia casa. El cuerpo aporta señales de alarma que activan las respuestas de estrés para ejecutar una respuesta adaptativa; deja de ser adaptativa cuando entramos en bucle. Señales continuas de este tipo generan la sensación de falta de seguridad dentro de uno mismo, se percibe que se pierde el control y que uno es su propio enemigo, por lo que quiere huir de la propia experiencia íntima. Ponerle conciencia y bajar la intensidad de las reacciones fisiológicas con el movimiento respirado del cuerpo puede ser un antídoto de medicina natural.

Dependiendo de las circunstancias personales: estar sanos, enfermos, que haya muertes y duelos a elaborar en la familia, que el espacio físico sea más o menos habitable, con sus necesidades adultas e infantiles en diálogo, que la relación en la unidad de convivencia sea más o menos respetuosa… y de los recursos internos disponibles (escucharse y cuidarse versus ignorarse y maltratarse), puede resultar más o menos traumática nuestra vivencia de la situación.

El contexto cultural en que hemos crecido no nos ha enseñado cómo manejarla, pues levanta la alfombra de todo aquello que nuestra educación patriarcal capitalista ha relegado a la sombra, o sea, hemos escondido en el sótano de nuestro inconsciente. Nos pone delante de aquello que excluimos de la vida, por doloroso: la muerte, la enfermedad, la pérdida. Aquello que rechazamos es aquello a lo que tememos. Solo se puede amar lo que se incluye, aunque lo etiquetemos de incómodo. ¡He aquí el tesoro escondido detrás del miedo!: Aprender de él y de su discurso excluyente para que sea un trampolín que nos propulse al otro lado de la orilla, el amor, donde acoger lo desagradable en las pulsaciones respiradas y conscientes de nuestro cuerpo. Sin luchar. Sin querer cambiar lo que ya es.

Es habitual que nuestra mente pequeña deforme la función del miedo, que es originalmente protegernos porque, si no, estaríamos todxs saliendo de casa por falta de prudencia. Hay varias opciones de deformación. Una es quedarnos enganchadxs a él: en modo “pobre de mí, no puedo”, nos desplomamos, deprimiéndonos, desenergetizadxs, absorbidxs por la fuerza de la gravedad que nos hace ir por la vida arrastrando los pies por la tierra. Otra es escapar de él, en modo “no pasa nada, puedo con todo”: Nos ponemos hacedorxs compulsivos y huimos hacia adelante sin sentir la gravedad para no desfallecer en la caída; nos desarraigamos y la energía queda condensada en la parte superior del cuerpo en una lucha contra la propia naturaleza humana y la planetaria. Desafío de la fragilidad y de la gravedad, que es lo mismo, en una mirada más amplia.

¿Cómo ponernos al servicio del miedo para transmutarlo en amor desde el cuerpo?

Ante la vivencia somática del estado de alarma, que pone al cuerpo a segregar adrenalina y cortisol, nuestra posición erguida, la verticalidad, se ve achicada. Los humanos, a diferencia de los animales, tenemos las partes blandas al descubierto, en la parte delantera de nuestro cuerpo. Ante una vivencia de agresión y traumática, nos cerramos para protegernos. La cerrazón corporal modifica la calidad de nuestra respiración, lo cual modifica la calidad de vida que respiramos. Respirar significa volver al espíritu porque, como dice Saadi, citado por Antonio Pacheco, “cada soplo inspirado nutre la vida, cada soplo expirado aporta dicha al espíritu”.

El centro de la respiración es el diafragma, que se bloquea ante la situación hostil para evitar que la parte de arriba de nuestro cuerpo se entere de que la parte de abajo está muerta de miedo. Se tensa a fin de bloquear la pulsación de la vida que pasa por el cuerpo, estresando la pelvis y apretando los órganos que contiene, nuestro centro de poder para la acción.

Para controlar el miedo, se tensa el cuello, cuya musculatura se aprieta como cuerdas de guitarra, a lo cual le acompaña tensión en los ojos, para seguir en esa ilusión de control; y en la mandíbula también, para seguir conteniendo la expresión de cualquier emoción dolorosa. Además, el pecho se puede quedar bloqueado para evitar sentir, cerrando los hombros y hundiéndolo hacia adentro o en posición militar, hacia afuera, conteniendo el aire.

La coraza muscular, al servicio de tapar la sensación de indefensión que nos trae el miedo, es una puerta a la conciencia de su apertura si nos ponemos al servicio del miedo para que la contracción corporal encuentre vías para la expansión: propiedad del amor, que abre y une las partes compartimentadas para que la pulsación energética circule de arriba abajo y de abajo arriba en el cuerpo.

Sabiendo que el territorio físico toma estas formas, es necesario trabajar sobre nuestra respiración. Hay muchas formas: yoga, pranayamas, u otras técnicas respiratorias que te apetezcan. Cantar mientras friegas los platos o gritar bajo la ducha fría es estupendo. La bioenergética pone énfasis en la toma de tierra, que facilita la apertura de la capacidad respiratoria. Un básico para estos días es la postura de arraigo, que nos ayuda a plantar nuestros pies en la tierra, a poner énfasis en la base de nuestro cuerpo para sentir que nos sostenemos en el presente, un lugar de abundancia si habitamos en él, al contrario del miedo, un lugar de carencia (futura e imaginada). Poner pies a esta situación es fundamental para mitigar los efectos del miedo. Bailar con músicas de tambores o africanas activa el centro bajo del cuerpo para un buen arraigo, además de invocar el placer de la creatividad del movimiento espontáneo, que ablanda las rigideces musculares, o sea, los nudos emocionales.

Otra técnica muy efectiva para lidiar con el miedo es sacar la lengua un buen rato al día, diez minutos mínimo, para estirar toda la musculatura contraída por el miedo del canal central de nuestro cuerpo.

Es indispensable poder descargar la rabia sin dañar a nada ni a nadie, para calmar el miedo; porque, como ya he nombrado, miedo y rabia son dos caras de una misma moneda. Se puede golpear el sofá con los cojines, romper periódicos, tirar bolas de arcilla o de plastilina al suelo con fuerza, soltando la voz para el estómago se libere. Esta descarga le hace un favor a la energía extra producida a raíz de estrés en nuestro cuerpo y nos devuelve la vitalidad, dejando disponible la energía para afrontar el día desde un lugar de poder y dignidad, lejos de la victimización o la desconexión que puede traer consigo el miedo.

He creado unos vídeos con “ldoras corporales” colgados en las redes para mover el miedo aterrizando en el cuerpo. Son pequeñas sesiones lúdicas para todo el mundo, que beben de la bioenergética, la danza, el yoga, las artes marciales y del placer de habitar el cuerpo en el movimiento consciente y respirado, liberando tensiones.

A través del organismo podemos generar la medicina necesaria para que la penumbra del miedo transmute en la luz del amor, y así educar a nuestro cuerpo para que deje de encarcelar a nuestra alma y le permita irradiar en estos tiempos de necesaria evolución de la conciencia, en que estamos llamadxs individualmente a elevar nuestras vibraciones en un contexto donde se manifiesta que lo colectivo es mucho más que la suma de las partes y que cada parte, tú y yo, necesita comprometerse al cambio para que la cocreación de la nueva realidad que está naciendo se geste desde el amor y no desde el miedo.

El camino de la autorregulación

Autor:  Jesús Oliva –  Terapeuta gestalt y corporal integrativo. Especializado en trauma

Una posible definición para acercarnos al concepto de autorregulación podría ser la capacidad espontánea y natural que tiene el cuerpo de volver al equilibrio. Y es importante partir de ahí para entender que lo que ocurrió en la infancia no fue otra cosa que la respuesta de regulación y protección frente a una situación dolorosa a la que como niños no teníamos la capacidad de dar respuesta. Me refiero aquí a la herida de amor que todos sufrimos cuando nuestra expresión natural y genuina no fue acompañada por el entorno y de esta frustración y dolor nos protegimos para poder sobrevivir.

La búsqueda de aprobación y de atención para alimentar este vacío de amor nos fue alejando de nuestras verdaderas necesidades. Y, como dice Karen Horney, acabamos vendiendo nuestra alma al demonio por sentirnos reconocidos y aceptados.    

Los mecanismos de defensa que de niños utilizamos para afrontar estas situaciones, es decir, las actitudes y comportamientos que tomamos para evitar estar en contacto con esta parte dolorosa, es preciso que dejemos de verlas como el enemigo o algo malo a eliminar. Estará bien que empecemos por agradecernos, a nuestro cuerpo y a nosotros mismos, esta capacidad para protegernos frente a experiencias que afectaban directamente a nuestra integridad. 

Ciertamente, con el paso de los años, esta respuesta no deja de ser una forma obsoleta y desactualizada frente a aquello que nos pasó. La evitación ha cronificado un sentimiento de incapacidad que quizá nos convendría actualizar y afrontar.

La terapia corporal nos ofrece, desde esta vertiente que integra mente – corazón – cuerpo – alma, un espacio de acompañamiento para que aprendamos a darnos tiempo para recuperar el sentimiento de confianza y la capacidad de estar con nosotros mismos. Un lugar de seguridad para acercarnos con respeto a nuestra propia intimidad, a esta capa de vulnerabilidad de la que llevamos tiempo huyendo.

Si confiamos en la sabiduría del cuerpo, afinamos la escucha y nos permitimos estar en contacto con nuestras sensaciones, aprendiendo a reconocer nuestros patrones reactivos de evitación, y nos tomamos el tiempo para acompañar y digerir lo que vayamos percibiendo, el cuerpo nos irá revelando lo que necesita ser acompañado.

El síntoma es en demasiadas ocasiones el grito que tiene el cuerpo para despertarnos de nuestra desconexión; si no lo es ya la enfermedad. Aprovechemos pues esta llamada para regresar al cuerpo, para atenderlo como se merece y adentrarnos en este vacío en donde abandonarnos a nuestro SER más esencial.

El espacio terapéutico nos abre la posibilidad de aprender a estar con la incomodidad, y darnos contención cuando nos acerquemos a las vivencias de miedo y dolor que encerramos detrás de la coraza muscular y la personalidad.

Cuando redescubrimos nuestro propio cuerpo como este lugar de sostén, respetando nuestro ritmo y confiando en nuestra presencia, la apertura es un regalo que fluye de reconocernos capaces de regular y acompañar la experiencia como un proceso natural.

Una vuelta a casa para acunar la vergüenza y la indignidad; y recuperar el contacto con nuestra naturaleza y nuestro impulso vital. 

                                                     jesusoliva@hotmail.com / 660260402

Cuando el insight no basta

 

Autor: Manuel Cuesta Terapeuta.

En Pactar con el diablo, el personaje que interpreta Al Pacino dice: «El mayor logro que ha conseguido el diablo es hacer creer que no existe», y lo dice el mismo diablo. La neurosis no solo es un comportamiento desactualizado, que reacciona condicionado por el pasado en lugar de responder libremente al presente sino que, además, implica falta de conciencia de nuestro adormecimiento, de hasta qué punto somos autómatas, de que no hay conciencia creyéndonos que sí la tenemos.

Hemos organizado la vida y la sociedad en torno a esa falta de conciencia, a la que también podríamos llamar desconexión. Desconexión de uno mismo, un «no estar con lo que uno es». Nuestro estilo y ritmo de vida están pues orientados a sostener la desconexión, la neurosis, el ego, el autómata.

Una de las formas en que consolidamos esa desconexión es la velocidad, la prisa, el estrés. De todas las enfermedades, la más extendida y normalizada es el estrés. En cierto modo está bien considerado tener una vida con mucho trabajo, llena de proyectos, viajes, actividades…, no parar. Las palabras clave son «llenar» y «no parar». Incluso una vida relajada, más tranquila, no está bien vista, aunque sea anhelada por algunos. La velocidad mata. Literalmente. Y nos asegura no enterarnos. Seguir en la inopia. Da igual el ámbito en que se dé.

Paradójicamente, no es diferente en el mundo terapéutico, donde parece darse incluso  con mayor intensidad. Como terapeutas, la responsabilidad es doble si no queremos caer en la hipocresía. Y, por favor, no se sientan excluidos los meditadores de esta plaga.

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Tiempo. Necesitamos tiempo para darnos cuenta de lo que nos ocurre y tiempo para integrarlo, para que no se quede en un esbozo mental cualquier proceso que hagamos. Tiempo para no hacer nada, para sólo sostener la experiencia de cuanto sea que nos pase. Y aún más cuando estamos en terapia, en formación o en cualquier proceso que implica explorar, investigar, abrir, reconocer, tocar, revivir, recolocar… y que la conciencia lo abrace. Prisa y conciencia son antónimos.

Desde mi punto de vista, eso que llamamos «insight» (el «darse cuenta» de manera profunda y clara de algún aspecto propio o situación) no implica conciencia en sí mismo. Creo que es el tiempo que brindamos a la experiencia, el sostener ese insight, lo que permite que la atención se pose sobre uno y, progresivamente, aparezca una conciencia que aumenta, que abraza y (re)conoce el proceso.

La conciencia, aquello que permite la transformación, no se da de forma inmediata. La expresión «dejar que la experiencia se pose por sí sola» me parece muy adecuada; y añadiría: «con atención continua». El maestro budista tibetano Sogyal Rimpoché suele repetir: «Si a un vaso con agua le echas tierra pero no haces nada, el agua, por sí sola, se vuelve clara». Si tomamos el tiempo necesario para observar el proceso, una y otra vez, podemos tomar conciencia verdadera de lo que solemos llamar «regulación organísmica». Es decir, los procesos llegan de forma natural a un equilibrio sano, se autorregulan. Nosotros, como terapeutas, necesitamos incorporar con urgencia esto en nuestras vidas. Si no, es imposible que nuestros pacientes lo reconozcan. Recibirán un mero fantasma, algo ficticio, un «creo que sí pero no». Y vuelta a empezar.

Para que lo despertado, lo reconocido, se transforme en conciencia de sí, debe ocurrir en un espacio de presencia y atención. Dice Thich Nhat Hanh que la actitud de atención plena es «estar en lo que haces, mientras lo haces». Pero si preguntamos a los alumnos y pacientes cómo han llegado al insight dirán que no lo saben. Si preguntamos cómo han permitido llegar a ese vislumbre, qué han hecho ellos para que eso ocurra, no sabrán qué responder, en la mayoría de casos. ¿Dónde estaban entonces? ¿Dónde estaba su atención?

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Necesitamos bajar el ritmo, ir lentos, ampliar el foco de atención para que la conciencia pueda reconocer el proceso. Es una responsabilidad como terapeutas pero también lo es para los alumnos, para todo aquel que desee ir dando pasos en el camino de vuelta a casa. Si no, como Pulgarcito, Ulises, Le Mat o Neo, estamos condenados a perdernos de nuevo.

Aprender a reconocer el espacio, además de las figuras. Evitar que la actitud en el proceso sea pasiva, evitar que haya más expectativa en el fruto que en la transición. Durkheim dice con claridad que «la madurez del ser humano radica en trabajar con constancia en el milagro». Corremos el riesgo de vivir (o provocar, según el rol en el que cada uno esté, paciente o terapeuta) un alto volumen de experiencias intensas, una sucesión de fuegos artificiales pero que, sin una pedagogía de la conciencia, se desvanecen como espejismos tan rápido que ni hay tiempo a que duela su pérdida. Grandes insights, pero poca capacidad para sostenerlos.

En mi opinión esto genera también un movimiento colateral: dependencia. Dependencia hacia formaciones y una búsqueda de más experiencias (porque es obvio que aportan momentos de profundo encuentro y plenitud), más que libertad (porque al no saber cómo sostener la experiencia, se cierran rápido las ventanas de la conciencia y difícilmente pueden llevarse esos frutos a lo cotidiano). El ego lo atrapa todo y no es poco común encontrar cómo muchos pacientes (y todos los somos) acaban siendo devoradores de experiencias, transformando el camino en un fast food espiritual y terapéutico, en otra forma de consumo y distracción.

Es el trabajo continuo con la atención lo que permite la toma de conciencia, y la conciencia da paso irremediable a la compasión. El insight es el prólogo del viaje, el fogonazo, la chispa. Tiempo, espacio, silencio, largos silencios. Tiempo para que se pose lo que tenga que posarse. Observar el oleaje interno. Ver cómo aparecen las adicciones, el deseo de distraerse, a volver a lo de siempre. Reconocer el aroma de lo nuevo. Y ver cómo igualmente se pierde. Se desvanece. Reconocer el oscurecimiento. Y que haya tiempo para que duela. Sostener el dolor de la pérdida. Porque si hay atención, duele perder ese nuevo estado. Y es el dolor de la pérdida de uno mismo el mayor combustible para la transformación, para seguir el camino con menos reclamo y más implicación.

boyero5-shubun

«Necesito del látigo y la soga.*
De lo contrario podría escapar en los polvorientos caminos.
Bien adiestrado, es de espíritu dócil.
Entonces, sin dogal, obedece a su dueño.
»

Poema de Kakuan, La búsqueda del Buey, Japón, s. XII

Tabla pintada, Tensho Shubun, Japón, s. XV

Donde, para mí, la soga es la atención.

Fotos: Manuel Cuesta Duarte, derechos protegidos