Cuando el insight no basta

 

Autor: Manuel Cuesta Terapeuta.

En Pactar con el diablo, el personaje que interpreta Al Pacino dice: «El mayor logro que ha conseguido el diablo es hacer creer que no existe», y lo dice el mismo diablo. La neurosis no solo es un comportamiento desactualizado, que reacciona condicionado por el pasado en lugar de responder libremente al presente sino que, además, implica falta de conciencia de nuestro adormecimiento, de hasta qué punto somos autómatas, de que no hay conciencia creyéndonos que sí la tenemos.

Hemos organizado la vida y la sociedad en torno a esa falta de conciencia, a la que también podríamos llamar desconexión. Desconexión de uno mismo, un «no estar con lo que uno es». Nuestro estilo y ritmo de vida están pues orientados a sostener la desconexión, la neurosis, el ego, el autómata.

Una de las formas en que consolidamos esa desconexión es la velocidad, la prisa, el estrés. De todas las enfermedades, la más extendida y normalizada es el estrés. En cierto modo está bien considerado tener una vida con mucho trabajo, llena de proyectos, viajes, actividades…, no parar. Las palabras clave son «llenar» y «no parar». Incluso una vida relajada, más tranquila, no está bien vista, aunque sea anhelada por algunos. La velocidad mata. Literalmente. Y nos asegura no enterarnos. Seguir en la inopia. Da igual el ámbito en que se dé.

Paradójicamente, no es diferente en el mundo terapéutico, donde parece darse incluso  con mayor intensidad. Como terapeutas, la responsabilidad es doble si no queremos caer en la hipocresía. Y, por favor, no se sientan excluidos los meditadores de esta plaga.

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Tiempo. Necesitamos tiempo para darnos cuenta de lo que nos ocurre y tiempo para integrarlo, para que no se quede en un esbozo mental cualquier proceso que hagamos. Tiempo para no hacer nada, para sólo sostener la experiencia de cuanto sea que nos pase. Y aún más cuando estamos en terapia, en formación o en cualquier proceso que implica explorar, investigar, abrir, reconocer, tocar, revivir, recolocar… y que la conciencia lo abrace. Prisa y conciencia son antónimos.

Desde mi punto de vista, eso que llamamos «insight» (el «darse cuenta» de manera profunda y clara de algún aspecto propio o situación) no implica conciencia en sí mismo. Creo que es el tiempo que brindamos a la experiencia, el sostener ese insight, lo que permite que la atención se pose sobre uno y, progresivamente, aparezca una conciencia que aumenta, que abraza y (re)conoce el proceso.

La conciencia, aquello que permite la transformación, no se da de forma inmediata. La expresión «dejar que la experiencia se pose por sí sola» me parece muy adecuada; y añadiría: «con atención continua». El maestro budista tibetano Sogyal Rimpoché suele repetir: «Si a un vaso con agua le echas tierra pero no haces nada, el agua, por sí sola, se vuelve clara». Si tomamos el tiempo necesario para observar el proceso, una y otra vez, podemos tomar conciencia verdadera de lo que solemos llamar «regulación organísmica». Es decir, los procesos llegan de forma natural a un equilibrio sano, se autorregulan. Nosotros, como terapeutas, necesitamos incorporar con urgencia esto en nuestras vidas. Si no, es imposible que nuestros pacientes lo reconozcan. Recibirán un mero fantasma, algo ficticio, un «creo que sí pero no». Y vuelta a empezar.

Para que lo despertado, lo reconocido, se transforme en conciencia de sí, debe ocurrir en un espacio de presencia y atención. Dice Thich Nhat Hanh que la actitud de atención plena es «estar en lo que haces, mientras lo haces». Pero si preguntamos a los alumnos y pacientes cómo han llegado al insight dirán que no lo saben. Si preguntamos cómo han permitido llegar a ese vislumbre, qué han hecho ellos para que eso ocurra, no sabrán qué responder, en la mayoría de casos. ¿Dónde estaban entonces? ¿Dónde estaba su atención?

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Necesitamos bajar el ritmo, ir lentos, ampliar el foco de atención para que la conciencia pueda reconocer el proceso. Es una responsabilidad como terapeutas pero también lo es para los alumnos, para todo aquel que desee ir dando pasos en el camino de vuelta a casa. Si no, como Pulgarcito, Ulises, Le Mat o Neo, estamos condenados a perdernos de nuevo.

Aprender a reconocer el espacio, además de las figuras. Evitar que la actitud en el proceso sea pasiva, evitar que haya más expectativa en el fruto que en la transición. Durkheim dice con claridad que «la madurez del ser humano radica en trabajar con constancia en el milagro». Corremos el riesgo de vivir (o provocar, según el rol en el que cada uno esté, paciente o terapeuta) un alto volumen de experiencias intensas, una sucesión de fuegos artificiales pero que, sin una pedagogía de la conciencia, se desvanecen como espejismos tan rápido que ni hay tiempo a que duela su pérdida. Grandes insights, pero poca capacidad para sostenerlos.

En mi opinión esto genera también un movimiento colateral: dependencia. Dependencia hacia formaciones y una búsqueda de más experiencias (porque es obvio que aportan momentos de profundo encuentro y plenitud), más que libertad (porque al no saber cómo sostener la experiencia, se cierran rápido las ventanas de la conciencia y difícilmente pueden llevarse esos frutos a lo cotidiano). El ego lo atrapa todo y no es poco común encontrar cómo muchos pacientes (y todos los somos) acaban siendo devoradores de experiencias, transformando el camino en un fast food espiritual y terapéutico, en otra forma de consumo y distracción.

Es el trabajo continuo con la atención lo que permite la toma de conciencia, y la conciencia da paso irremediable a la compasión. El insight es el prólogo del viaje, el fogonazo, la chispa. Tiempo, espacio, silencio, largos silencios. Tiempo para que se pose lo que tenga que posarse. Observar el oleaje interno. Ver cómo aparecen las adicciones, el deseo de distraerse, a volver a lo de siempre. Reconocer el aroma de lo nuevo. Y ver cómo igualmente se pierde. Se desvanece. Reconocer el oscurecimiento. Y que haya tiempo para que duela. Sostener el dolor de la pérdida. Porque si hay atención, duele perder ese nuevo estado. Y es el dolor de la pérdida de uno mismo el mayor combustible para la transformación, para seguir el camino con menos reclamo y más implicación.

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«Necesito del látigo y la soga.*
De lo contrario podría escapar en los polvorientos caminos.
Bien adiestrado, es de espíritu dócil.
Entonces, sin dogal, obedece a su dueño.
»

Poema de Kakuan, La búsqueda del Buey, Japón, s. XII

Tabla pintada, Tensho Shubun, Japón, s. XV

Donde, para mí, la soga es la atención.

Fotos: Manuel Cuesta Duarte, derechos protegidos

La música y el cuerpo

 

Autor: Manuel Muñoz – Terapeuta gestalt y corporal integrativo. Musicoterapeuta inner sound

Vivimos en una sonosfera donde recibimos sonido desde todos los ámbitos: desde dentro (sonidos corporales, voz, pensamientos percibidos como ruido interior…) y desde fuera. Incluso el silencio lo percibimos como su ausencia; son frecuencias no audibles de forma consciente.

El sonido se trasmite por todo el cuerpo y lo afecta. Haz tú mismo la prueba. Tapa tus oídos y canta una nota —la que surja más fácil— con la letra ‘m’. Verás cómo reverberan diferentes partes de tu cabeza. ¿Has probado alguna vez a situarte al lado de un altavoz en una discoteca o en un concierto de tu grupo favorito? Hazlo y observa en qué partes de tu cuerpo notas ciertas sensaciones y qué sientes respecto a ellas… Te propongo aún un último ejercicio. Coge una guitarra, apoya tus dientes superiores suavemente sobre la madera del clavijero (allí donde se tensan las cuerdas) y pulsa cualquiera de ellas… ¡Sorpresa! Notas el sonido en toda la cabeza.

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Ese fenómeno que estas percibiendo se llama vibración y puedes sentirlo por todo el cuerpo, ya que el sonido es una onda que se trasmite a través de los huesos y cavidades, afectando a los músculos que se insertan en ellos, y que se transporta al paso de todo el tejido conectivo y del agua intra e intercelular. Si tiene la capacidad de llegar a todos los rincones, es un buen elemento para trabajar con el cuerpo…

¿Cómo hacerlo? Si echamos un vistazo a las diferentes aproximaciones prácticas y escuelas, vemos que existen cuatro modalidades básicas de trabajo con el sonido:

1.- Los trabajos con instrumentos. Desde tiempo inmemorial se describen situaciones curativas con la música, donde el chamán o el encargado de trabajar con el cuerpo y el alma de las personas aparece con un instrumento musical (o la voz), induciendo al trance en ceremonias de sanación. Modernamente, las escuelas de musicoterapia, ayudadas por la investigación en neurociencias y psicología, realizan estudios que avalan el “poder terapéutico” de la música y trabajan en campos tan diversos como geriatría, salud mental, neurología, el dolor, paliativos o educación. La musicoterapia como disciplina paramédica está en expansión.

2.- Otros enfoques trabajan con las frecuencias vibratorias que producen cuencos de cuarzo y tibetanos, diapasones o monocordios, consolidando una vertiente del masaje terapéutico. Se usan para desbloquear, cambiando las frecuencias de determinadas zonas del cuerpo, chacras, órganos y capas áuricas, haciéndolas vibrar por resonancia. Un buen masaje sonoro moviliza tanto como uno fisiológico. Puedes comprobarlo en cualquier momento…

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3.- En el trabajo con la voz, el cuerpo entero se usa como instrumento. Autogenera el efecto dentro y fuera del cuerpo del que la usa o del posible cliente. Esta técnica implica a la respiración, toda su mecánica muscular, la dinámica vibratoria que moviliza  —dentro y fuera— y los efectos que produce en los ámbitos emocionales, relacionales, de autoestima, espirituales y energéticos. Hay una relación energética entre los sonidos vocálicos y los chacras, y algunas consonantes reverberan en determinadas zonas del cuerpo, produciendo eficaces micromovimientos musculares y efectos de desbloqueo en órganos, sistemas, segmentos o chacras. Existe toda una farmacopea silábica en los cantos devocionales de las distintas culturas

4.- El trabajo con canciones o fragmentos musicales escogidos se basa en la audición de secuencias de estímulos musicales de duración variable. Lo diseña un musicoterapeuta acorde con la situación singular de un paciente o grupo específico. Para usar la técnica, seleccionamos los fragmentos y su orden de presentación sobre la base de sus interacciones anteriores con los pacientes y los efectos que creemos pueden servir al experimento. Un ejemplo de esta forma es cómo algunos usan el denominado efecto Mozart (audición de fragmentos de dicho autor en las fases perinatales) para el trabajo con embarazadas y después con los bebés. Otro enfoque estimula imágenes y sensaciones a través de fragmentos o canciones. También podemos escoger piezas sonoras que fomentan efectos emocionales y cognitivos en determinadas fases del trabajo psicoterapéutico o para el desbloqueo corporal.

Uno de los retos más sugestivos a que nos enfrentamos es la posibilidad de integrar todas estas modalidades para el trabajo psicocorporal, ya que el efecto sonoro puede ser también aplicado a la fórmula del trabajo reichiano. En ese ciclo —cada vez hay más estudios que lo justifican— el trabajo con la música puede resultar muy eficaz, debido al doble comportamiento del sonido en el cuerpo: La onda (mecánica) se trasmite por el cuerpo en una doble vía, ya que se desdobla y se comporta también como un impulso que llega al cerebro y estimula el sistema nervioso vegetativo (carga eléctrica). Ambas señales son recibidas en la zona bloqueada, liberándola o equilibrándola (descarga) para llegar a la relajación. El sonido, la música, la voz así entendidos se pueden aplicar de forma simultánea al trabajo corporal ya que inciden en un efecto paralelo. Lo producido por la vibración sonora en el cuerpo tiene el mismo proceso y efecto estructural que el resultado de la descarga bioenergética, salvando las distancias de lo macro y lo micro, lo sutil y lo evidente…