La soledad relacional en tiempos del coronavirus

Autora: Faustina Hanglin – Colaboradora habitual de Espai TCI, escritora y terapeuta gestalt

Claudio Naranjo nos observa desde el espacio estelar, con la cabeza ladeada. Parece estar diciendo: “A esto me refería”. Nos mira en serio, con una expresión burlona.

Actualmente, un tercio de la humanidad está confinada por la crisis pandémica del covid-19, que ha afectado a casi medio millón de personas en 175 países. En este contexto parece obligado, desde la comunidad de gestaltistas, evocar la orientación de Claudio.Quizá de esto hablaba cuando sugirió que el colapso de nuestra civilización ya estaba sucediendo, aunque no nos diéramos cuenta. El confinamiento impuesto, la incredulidad y el pánico generalizados, las ráfagas de muertos, los servicios de salud saturados, la cantidad de ciudades, poblaciones, barrios y calles cerradas a cal y canto. Todo ello indica que ha llegado el momento de medirnos con nuestros límites. Parar, quedarse en casa, dejar para quién sabe cuándo proyectos, negocios y tareas. Totalmente solos, con pocos familiares o en una comunidad de inquilinos, sea cual sea la forma que ha tomado nuestro aislamiento obligado, la situación nos coloca exactamente ahí donde más nos cuesta estar: adentro. Nos empuja a ocuparnos de cajones y armarios descuidados, de vínculos familiares postergados, de nuestra desconocida vida interior y sus aristas poco trabajadas.

Quizá, si Claudio estuviera, miraría con desaprobación la rápida proliferación de discursos adaptativos que convierten la crisis del coronavirus en oportunidad para seguir llenándose los bolsillos. Quizá miraría con lupa debajo de las palabras, actitudes y discursos que brotan de la pestilencia social para reconocer que no todo vale. Porque es evidente que, aunque nos tapien en nuestras casas seguimos mostrándonos al mundo a través de nuestras máscaras digitales, metiendo ruido e interpretando el protagónico de nuestra pequeña película.

“Hay que estar atentos a cómo mentimos”, diría, tal vez, Claudio. Mostrar cómo nadamos con gracia en medio del desastre y simular que cambiamos sin cambiar no hará más que prolongar nuestro sufrimiento, retrasando unos pasos tan necesarios como urgentes.

Que los animales salvajes se estén paseando por los espacios que hemos abandonado refleja hasta qué punto la naturaleza tiene capacidad de recuperación. La fuerza y la pureza naturales no tardan en expandirse, en regenerarse y armonizarse cuando dejamos de ejercer violencia. La mirada compasiva que practicamos en Espai TCI hunde sus raíces en la escuela claudiana, y hoy más que nunca nos consideramos herederos de su sincretismo filosófico, su espíritu lúdico y su capacidad amorosa. Pero ¿cuál sería para Claudio el mayor peligro de los tiempos que corren? Tal vez, la brutal cosificación que ejercemos los humanos sobre todo ser vivo y nuestra propia tendencia a dejarnos vaciar de sentido.

Si tomamos a la población del planeta como objeto de nuestra mirada clínica, hemos de ampliarla a 360 grados para incluir cualquier tipología, condición o forma específica que pueda encarnar la vida. Con esa amplitud clínica y mediante la integración de elementos procedentes del chamanismo y la medicina humanista, habrá que seguir sembrando un modelo comunitario basado en los vínculos afectivos, la cooperación, el placer y la sabiduría. Hemos de continuar con la tarea, iniciada por Claudio, de devolver a las personas un sentido erótico de su existencia, que va más allá de la creación de la pareja y la familia, atravesando su participación en la comunidad y en lo sagrado.

Volviendo al coronavirus y el modo en que nos está confrontando con un emergente global, si pudiéramos diseccionar los componentes de esa otra gran pandemia que es la soledad, nos daríamos cuenta de que está compuesta por el amodorramiento de la era postindustrial, el vacío simbólico dejado por los horrores de la segunda guerra mundial, la soledad mórbida de los normóticos y la soledad sangrante de neuróticos y psicóticos. La soledad relacional se origina en nuestro atontamiento, en la insensibilidad que nos hace ciegos y sordos al mundo interno del otro, a sus señales, sus gestos, a la temperatura emocional que palpita detrás de sus metáforas y símbolos. Es la herencia sintomática de nuestra civilización del horror y la explotación caníbal. Porque es justamente en lo relacional donde mejor se expresa el daño y el trastorno que nos hemos causado a nosotros mismos, mediante unos órdenes imperantes dictados por la lógica de la dominación.

Esta soledad relacional es proporcional a nuestra deserción religiosa. La ausencia de un sentido de lo sagrado y del Misterio en las vidas de la gente, la falta de cultivo anímico, la carencia de contacto con el propio ser, la nula dedicación a la meditación y contemplación en soledad, producen subjetividades huecas y empobrecidas, eternamente apresuradas e incapaces de ir al encuentro si no es para la interacción mecánica.

El antídoto a la soledad relacional que se hace figura en el fondo del coronavirus podría ser la escucha. Aunque para escuchar, hay que callar. Entonces, la oportunidad que nos brinda esta pandemia quizá sea la de entrar en el silencio. Y desde ahí, aprender a apreciar esas otras formas de vida que estaban tapadas por el ruido y el consumo.