La agresividad como elemento vitalizador

Autor: Juan José Alcázar  Psicólogo, psicoterapeuta, mediador de conflictos y axiómetra. Col. Nº 13636

La agresividad es un concepto originario de la biología, vinculado con el instinto sexual y el sentido de territorialidad, y que es asumido en general por la psicología.

La psicología humanista, y en particular la gestalt, ha diferenciado entre agresividad y violencia. En términos generales, la agresión es un ataque no provocado, producto de conductas aprendidas, mientras que la violencia hace referencia a una conducta con la intención de hacer daño. El comportamiento agresivo hace referencia a una conducta o estado emocional que nos lleva a defender nuestros derechos, infligiendo daño físico (o psíquico) a otras personas.

En general, he oído en los grupos terapéuticos que se aceptaba la agresividad pero no la violencia, tal vez por la concepción de que la agresividad es un instinto y la violencia es la «incorrecta» gestión de esta energía instintiva que todo ser vivo tiene.

Los animales muestran conductas que pueden parecer agresivas pero que en realidad son sobre todo conductas de alimentación, apareamiento (competición), territorialidad o defensivas. El hombre es el único animal que muestra la agresión como un sentimiento interno no relacionado con conductas de supervivencia.

Ciertas hormonas, como la testosterona, parecen directamente relacionadas con estos comportamientos tanto en hombres como en animales. Los niveles de andrógenos en sangre parecen variar en relación directa con el comportamiento agresivo y sexual. Y diversos estudios señalan que las lesiones en el lóbulo temporal parecen activar el aumento de respuestas agresivas (Mark y Ervin: Violencia y cerebro, 1970).

Me gustaría poder centrarme en un ejercicio en defensa de la agresividad —¡rompamos una lanza por la agresividad!— como aquella función del impulso unitario que satisface las necesidades de las que da noticia el subimpulso tierno (Juanjo Albert: Ternura y Agresividad, 2014). Esta función nos energiza, nos vitaliza, en un movimiento hacia el mundo externo.

Es luego, con la maduración psicoemocional, cuando se dirige al mundo interno y acaba siendo defensivamente regresivo. Llevamos como especie nuestra naturaleza instintiva en contra nuestra y llegamos a transmutar una energía de satisfacción en una función de dolor y sufrimiento.

Sabemos que esta función hacia el mundo de afuera tiene que ver con el padre o es investida por él (y entendamos padre como función padre) al comienzo de la etapa fálica (es decir, el momento de la curiosidad y el afán exploratorio), tras ser autorizada por la madre (de nuevo, función madre) y con el poder personal por ella concedido. Necesitamos ambos, poder y autoridad, y un buen equilibrio para poder gestionar este impulso en este mundo sin caer en una violencia sistemática que no entiende de medida (autoridad sin poder), o en una inhibición pasiva y frustrante (poder sin autoridad).

En mi propia vivencia y en lo que he podido observar, constato cómo, en vez de potenciar esta función, en vez de acompañar al niño en su maduración y en la comprensión y manejo de esta energía, solemos juzgarla (y vernos juzgados) por tener o vivir este instinto (al igual que el sexual). O a veces, es potenciada sin medida, transmitiendo miedos y modelos. Solemos vivir una descalificación autoritaria y humillación, en vez de un límite amoroso que nos podrá hacer crecer y optimizar nuestra vida.

Es en esta frustración del impulso agresivo donde también se produce el quiebre de la entrega, del compromiso consigo mismo y con el otro, y del derecho al placer. Cortando este impulso agresivo, acabamos cortando nuestra capacidad orgásmica, ya que desconfiaremos de nuestras propias capacidades para alcanzar nuestra satisfacción, en un mundo que ahora percibiremos como hostil y por tanto ante el cual, o nos defenderemos neuróticamente o nos inhibiremos depresivamente, en un círculo vicioso de víctimas y agresores.

Como especie llevamos relativamente poco intentando transcender los impulsos violentos como solución o afrontamiento de vivir en sociedad. Muchas veces son los códigos morales de la religión los que llevan a la represión (pero no solo, recordemos por ejemplo la tabla de Hammurabi que, como sistema jurídico, establece la ley del Talión: Ojo por ojo, diente por diente). El «hombre moderno» ha sufrido una desnaturalización de sus instintos, llegando a deprimirse por la continua represión y la pérdida de la fuerza. Las implicaciones morales con que la religión o los sistemas jurídicos han llevado el instinto al juicio de lo «malo» también han llevado a contactar la maldad como una forma de recuperar el instinto… «A veces hay que hacer algo malo para sentirse vivo».

Recuerdan la serie Doctor en Alaska? https://www.youtube.com/watch?v=gSoboviiLqk

 

¿Jugamos a los malos?

Autora: Eva Martínez  – Maestra, formadora en el ICE de la UAB y directora de formación en la Asociación Arae.

Decía Guillermo Borja que para ser persona uno tiene primero que convertirse en monstruo. Es una afirmación que muy probablemente pueda aceptarse en contextos terapéuticos sin demasiadas resistencias: el encuentro con la sombra, su identificación, su vivencia, su integración, es algo que genera unos valiosos aprendizajes y que empodera a la persona en su actitud vital, ya que la relación con sus monstruos interiores se establece desde un lugar mucho más consciente. Lo que nos hace más personas es ese viaje hacia adentro, hacia el encuentro con nuestro monstruo interno. Él va a ayudarnos a conseguir una mejor versión de quienes somos.

Sin embargo, suele ocurrir algo distinto en contextos educativos. Aunque la educación emocional está teniendo mucha presencia en los últimos tiempos, no he encontrado demasiadas prácticas que inviten al niño a estar en contacto con su experiencia interna, especialmente cuando esta es dolorosa o difícil para el educador. Con la mejor de las intenciones, se suele invitar al niño a dejar de mirar a su monstruo, y a dirigir la mirada hacia algo más simpático. Y de esta manera, puede que el malestar deje de mostrarse rápidamente, que le hagamos sonreír o que le acabemos convenciendo de que lo que siente no es para tanto… Pero el precio que paga por complacer a un adulto que quiere verlo contento es demasiado alto. Lo que conseguimos educando solo en aquello que consideramos positivo es reforzar una atrofia emocional que les acompañará toda su vida. Los niños, con sus monstruos y sus sombras, crecerán y andarán sus caminos, donde encontrarán dificultades con las que deberán lidiar sin nosotros, sepan hacerlo o no.

No propongo, ni mucho menos, hacerle comprender al niño que tiene un ego y que son sus sombras inconscientes las que determinan en gran parte su comportamiento; para ello es necesaria más madurez, más autoconciencia y, sobre todo, más edad. Pero sí sugiero dejarle jugar a ser un monstruo perverso el tiempo que necesite. Sabemos que la fantasía ejerce un importante papel en el aprendizaje durante la infancia. Afortunadamente, en educación tenemos un magnífico catálogo de sombras humanas que, desde la imaginación, van a permitir al niño elaborar muchos de sus conflictos internos: los cuentos de hadas.*

Esta clase de relatos nace de la tradición oral, del inconsciente colectivo de una comunidad que expresa al calor de la lumbre sus luces y sus sombras a partir de unas imágenes arquetípicas. Estas imágenes se han mimetizado con el contexto sociocultural de cada comunidad, y tienen distintas formas según el lugar donde sean contadas: en Oriente, los monstruos suelen ser dragones, mientras que en Europa suelen ser lobos, ogros o brujas. En cualquier caso, son formas distintas de un mismo fondo que tiene que ver con la esencia humana. En la mayoría de historias, lo que ocurre es un proceso de transformación cuando el héroe vence a los malvados, una preciosa metáfora de lo que supone ir adentrándose en uno mismo e ir aprendiendo a vivir.

Por eso es tan importante que el niño esté expuesto a estos relatos, porque recogen algo que necesita ser elaborado en su alma, en las profundidades de su psique. Poder sentirse conectado por ejemplo con su agresividad, como el lobo, y sentir el placer de devorar a alguien, es ayudarle a ser un adulto menos violento. Un niño que puede mostrarse agresivo, aunque sea en fantasías, que puede identificar su pulsión destructiva y elaborar una producción imaginaria de ese fantasma, puede convertirse en un adulto más consciente de su agresividad. No podemos educar la agresividad desde la represión, ni desde la negación. Debemos ofrecer contextos donde estas experiencias sean vividas y se conviertan en valiosos aprendizajes para sus vidas; debemos ayudarles a construir una representación interior de sí mismos que les recuerde que son capaces de superar las adversidades, que aunque sientan lo que sienten los malos, van a ser aceptados y respetados; y sobre todo, que no les aleje de lo que son.

jugamos a los malos

Eso es lo que hacen los cuentos tradicionales: permitir al niño elaborar conflictos internos y realizar pequeñas transformaciones personales que le convierten, como al héroe del cuento, en alguien más valeroso. Por supuesto, ni Disney que ha edulcorado enormemente las versiones ni mucha de la literatura para “trabajar” emociones, llega a conseguir lo que consiguen estos relatos. No es lo mismo que un cuento te acabe diciendo cómo tienes que sentirte “correctamente”, que jugar a ser el peor de los malvados, sabiéndote custodiado por la mirada confiada de un adulto que, tiempo atrás, también fue un perverso y pérfido monstruo.

*Denominados también cuentos maravillosos, populares, tradicionales, etc., según distintos autores.