Autor: Oscar Fontrodona – Terapeuta gestalt y corporal integrativo
La ley de la jungla, donde vivimos mayormente, por mucho que se nos llene la boca de Justicia, reza así: La vida es una guerra, donde si tú ganas pierdo yo, y gano cuando tú pierdes. O comes o te comen.
La fraternidad va más allá de esa cruda realidad y también de la verborrea de lo justo y lo injusto: es verte como mi hermano. Te considero, gozas de mi mirada amorosa y de un buen trato. Gratis. Es jugar pues otra liga, con otras reglas, adonde se suma a participar un equipo del arte de la ayuda llamado TCI.
Como terapeuta TCI, me corresponde atender a la persona que llega malherida no solo con técnicas con que revisar introyectos lesivos y desatascar la energía sino, ante todo, con una mirada comprensiva, amorosa, de hermano que encuentra toda la belleza que hay en ti. Esta mirada fraterna no puedo forzarla. Me sale porque ya la he disfrutado antes yo mismo. Por eso los terapeutas TCI pasamos por terapia nosotros mismos antes de ejercer. Para nutrirnos de esa mirada de amor incondicional, de ese “no necesitas hacer nada especial para que te quiera”.
Esa aceptación incondicional de mí mismo la traíamos, en realidad, de fábrica. Como todos los niños, yo también nací sin problemas por ser quien era. “Todos los niños — me dice Claudio Naranjo— nacen Budas, y luego el mundo los estropea”. Y es verdad que temprano en la infancia pasamos a experimentar el amor como un bien escaso, sujeto a peajes caros. “¿Cómo es posible — se pasma el niño, la niña— que tenga que dejar de ser yo para que me quieras?”. Si es que no le cabe en la cabeza. Y entonces, esa incipiente mente infantil, de lógica sencilla, da con el por qué más económico (la alternativa es pavorosa) a ese chantaje emocional, a ese ser visto por sus seres queridos como un objeto con prestaciones, a esa falta de amor que le corroe por dentro: “Ah, pues será que soy malo, que no me lo merezco, alguna tara he de tener…”. ¿Qué explicación tiene, si no, que le prives a ese pequeño de ese amor que él sí te da, de corazón y a manos llenas, y que es justo lo que más necesita? El peaje que pagará por adaptarse a nuestra cultura enferma es la pérdida de la buena mirada. Hacia sí mismo primero; hacia los otros, detrás. Con la bondad se nace. La maldad se entrena.
En días de luchas fratricidas por la identidad en estas tierras, recordemos que en el fondo, y más allá de nuestras diferencias, todos estamos conectados y todos somos Uno. Todos tenemos una madre y un padre, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, y 32, y 48 y 96, tatata… abuelos, y si seguimos para atrás nuestras memorias ancestrales se entrelazan hasta llegar a aquellos viejos tempos en África. Remontados a nuestros ancestros todos somos pues hermanos de sangre y compartimos linaje; la hermandad es, sencillamente, pertenecer a la condición humana. Un dato.
Pero sentirnos hermanos depende de la construcción de un vínculo. La fraternidad emerge entonces como conciencia de que soy vínculo, hijo de los encuentros y de los desencuentros. Lo voy a decir una vez más: Somos vínculos. Esa es nuestra identidad.
La hermandad es conciencia de que tú y yo, todos, somos hijos de la vida; de que no estamos solos. Conciencia de que, a un nivel, aquí abajo de la bóveda celeste, todas las relaciones son horizontales. De que (agárrense que vienen curvas) sí, “yo soy yo y tú eres tú”, pero solo para sostener mejor el “tú eres yo y yo soy tú”. Conciencia de congéneres, de consanguinidad espiritual.
Un grupo de crecimiento personal, como los que propiciamos en TCI, es un espacio que facilita esa conciencia, que es una vuelta a casa. A la casa común. La fuente. La luz de todos. Una autoescuela donde entrenar y practicar cinco mil veces la buena mirada que quedó atravesada, hasta que, más fluidos con el embrague, el freno y el acelerador, y ya con menos volantazos, se convierta en una acción automática, como el conducir.
Vamos hacia una sociedad de hijos únicos (y con partos gemelares), y España lidera esa tendencia. Miro en derredor y veo niños jugando solos con su pantalla amiga. Esta falta de experiencia fraterna de una generación con maquinitis acentuará aún más, a corto plazo, el individualismo. Estamos llegando al final de la Caída; vayan sacando los botes salvavidas.
Yo he tenido la fortuna de tener hermanos y aprender así en su entorno natural la cooperación y la rivalidad. Con mis hermanos jugué, intimé y nos explicamos, y hubo (hay) también dolor, no solo júbilo, apoyo y empatía. Las guerras más atroces, creo que ya lo he dicho, se libran en el interior de las familias. Primogénito pronto destronado, en las peleas con mi hermano aprendí, mal que bien, a marcar límites, a ocupar mi espacio. Y en la competición para conquistar a mamá o en el sortear los truenos de papá nos fuimos construyendo el uno frente al otro, en un entramado de rasgos polares y me pregunto qué dones míos se polarizaron en ti y quedaron en mí atrofiados; así que tú eres también, hermano, el espejo de lo que me falta. Ojalá nos encontremos pronto, para compartir esas y otras andanzas, expresarnos y escucharnos. Para mirarnos, si Dios quiere y como decía Stefan Zweig, con “los ojos del hermano eterno”.