Cuando los padres escribían a sus hijos

Autor: Oscar Fontrodona – Terapeuta gestalt y corporal integrativo

De los vínculos que soy, que me constituyen, siento con especial fuerza el que me une a mi hijo, de nueve años. Me voy dando cuenta de en qué se parece y en qué es diferente a cómo me trataba mi padre.

Esta semana llega a las librerías el último número de la RTG, la revista de la Asociación Española de Terapia Gestalt, un monográfico que nos invita a preguntarnos: ¿Qué es ser padre? La respuesta es que no hay modelo; cada cual lo es desde su singularidad. Al mismo tiempo, la paternidad es un hecho biológico. Y también un producto cultural. Que, como el resto de atributos de lo masculino, está sufriendo aquí y ahora un cambio profundo y vertiginoso: de la plenipotenciaria patria potestad donde se referenciaba mi padre al movimiento childfree («orgullosos de no tener hijos») van solo un par de generaciones.

Si echamos la vista atrás, a cómo era ser padre ayer, podemos calibrar el alcance de esta transformación. Contamos para ello con fragmentos de semblanzas literarias y, desde hace años, con una historiografía de la vida privada que es interpretación erudita. También con autobiografías y memorias, que son relatos de ficción, como cualquier relectura del pasado. Existen dietarios, con la tinta más fresca pero indirectos. Y, finalmente, hay textos que son experiencia directa, no mediatizada, realidad sin interpretaciones: las cartas.

Hubo un tiempo en que escribir cartas era un hecho más de la vida. En los días de nariz pegada al volandero wasa (qué pasa), ya no escribimos cartas personales; se trata de un ritual prácticamente desaparecido. Pero hubo padres que escribían cartas a sus hijos. Por ejemplo, al verse separados durante semanas, o incluso años. Acostumbraban a llevar orientaciones sobre la vida. Es un subgénero con apenas recorrido editorial: las Cartas a los hijos de Freud (que tradujo Paidós hace un lustro); las Cartas a sus hijos desde la cárcel, de Gramsci; las ilustradas Cartas de Papá Noel que recibían por Navidad los hijos de Tolkien… y no sé de más.

En cuanto a recopilatorios de diversos autores, solo conozco un caso: Posterity (Anchor, Nueva York, 2004). En este libro, Dorie M. Lawson reúne un centenar de cartas, escritas por padres a sus hijos a lo largo de trescientos y pico años. Casi todas tienen más de un siglo; recientes casi no hay. Cuando la compiladora quiso incluirlas, fue obteniendo una y otra vez idéntica respuesta: «No tenemos cartas».

Posterity lleva por subtítulo Letter of Great Americans to Their Children. Se trata pues de estadounidenses que han hecho alguna «contribución de valor a la comunidad». Ese es el sesgo. Lawson, hija del historiador David McCullough, el biógrafo presidencial de Harry Truman y John Adams, nos adentra en la intimidad de 68 artistas, escritores, militares, científicos… y ocho presidentes, en ecléctico abanico, de Thomas Edison a Groucho Marx, pasando por Albert Einstein (American berliner) o William Faulkner. Hay pocas cartas de madres.

Albert Einstein con su hijo Hans Albert

Albert Einstein con su hijo Hans Albert

Cada misiva va introducida por una breve semblanza de emisor y receptor, que la pone en su contexto. Los prohombres se vuelven cercanos cuando, ante nuestros ojos, comparten sus sentimientos y pensamientos más íntimos con sus hijos.

Sobre todo: eso que sea ser padre, tanto ayer como hoy, y lo distinto que resulte hoy de ayer, son los ecos que van resonando en esta insólita antología, algunas de cuyas cartas he traducido para el monográfico de la RTG sobre «El Padre».

¿Cómo eran los padres de antaño? ¿Qué sintieron que era importante decirles a sus hijos? Meticulosamente editado, el material se ordena temáticamente por capítulos como «Amor», «Pérdida», «Fuerza de Carácter», «Lucha», «Los placeres de la vida»… Y ¿cómo se lo expresaban? ¿Qué tienen que ver aquellos padres con nosotros?

Un tema muy común, de entrada, en las cartas de Posterity, es la frustración a la hora de comunicarse con los hijos adolescentes. «¡Esto es importante!». «¡Escúchame!». «Léela dos veces»…  Hay cambios que son lentos.

La paternidad de antaño incorporaba a menudo la transmisión de un oficio. Alguna de las cartas reunidas lleva perlas de sabiduría en ese sentido. En 1944, N. C. Wyeth le habla a su hijo Andrew de pintor a pintor: «La mente moderna es opuesta a la romántica. Se conforma con buscar causas y consecuencias, mientras que la romántica busca lo que de significativo tienen las cosas. La profundidad del estilo solo puede brotar de profundizar en nuestra vida emocional.»

Todas son cartas de amor. Sí, el amor a los hijos emerge por encima de cualquier otra cosa, como explicita el autor de best sellers John O’Hara a su hija Wylie: «El mayor placer de mi vida es la responsabilidad de ser tu padre. Me da más placer que mi trabajo, y eso es mucho decir porque me encanta mi trabajo».

Este amor paterno va desgranando sus diversas facetas: la felicitación y el reproche, la afabilidad y estrictas exigencias, advertencias, bromas… y consejos para dar y tomar. La intención suele ser transmitir lo que la vida les ha enseñado.

¿De qué manera? La escritura enfoca la mente, que se abre entonces a la creatividad; es así como surgen sus verdades. La niña de Mark Twain recibe la mañana de Navidad una carta de Santa Claus que es el principio de un juego apoteósico. A Arthur Marx, un joven marino en el frente de guerra del Pacífico, le llega en febrero del 45 una carta de Duke, el perro de su padre Groucho. Desde el hospital donde su sistema nervioso se eclipsa sin remedio, Woody Guthrie le escribe una carta que es una canción a un Arlo de nueve años casi ciego de un ojo: «Sé agradecido con Dios por haberte dado tanta, tanta vida. Te quiero igual estés medio ciego o medio muerto. Te quiero lo mismo, da igual lo bien o mal que lo hagas o lo dejes de hacer en todos tus deportes, en todas tus escuelas… porque eres mi niño, porque eres mi hijo…».

La relación paternofilial aparece como especial, un espacio con sus propias reglas. «Tandy querida, esta carta es confidencial, algo entre tú y yo solos», comienza en 1961 el todoterreno del espectáculo Hume Cronyn. El General Pershing se queja de las malas notas a su hijo Warren con más delicadeza de la que supondríamos en un mandíbula de acero.

Varias de las cartas más impactantes llevan la carga emocional de padres que no ocultan a sus hijos lo tristes o enfadados que están. Jack London, dos días después de ver (literalmente) arder el sueño de su vida, empieza así su misiva a su hija de doce años: «Querida Joan. Estoy demasiado hecho polvo para escribirte en mi escritorio. Me he sentado en la cama…».

F. Scott Fitgerald con Zelda y Scottie

F. Scott Fitgerald con Zelda y Scottie

La paternidad tiene luces y sombras; como sabemos todos los padres, no siempre nuestra expresión es afortunada. Scott Fitzgerald le espeta a su hija Scottie: «El error que cometí fue casarme con tu madre», antes de arremeter contra la propia adolescente: «Lo que has hecho para complacerme o enorgullecerme es prácticamente insignificante desde que te convertiste en una buena buceadora en el campamento».

Otros muchos padres, en cambio, lo que quieren es ahorrarles a sus hijos los errores que ellos mismos han cometido. Buen ejemplo de este paternalismo es Thomas Jefferson, el distinguido presidente de EE.UU., que previene a su hija de los peligros de endeudarse:

«Te mando, querida Patsy, las quince libras que deseabas. Me propones que sea un anticipo de tu asignación de las próximas cinco semanas. Pero ¿es que no ves, cariño, lo imprudente que es gastarte en un momento lo que debería proveerte durante cinco semanas?, ¿que supone apartarse de la norma por la que deseo te rijas, durante toda tu vida, de no comprar nunca nada sin tener en el bolsillo el dinero para pagarlo? Ten por seguro que causa mucha más aflicción verse en deuda que estar sin cualquiera de los productos que nos pareciera desear». Adicto a las compras, en el momento de su muerte el elegante Thomas Jefferson dejaba contraída una deuda de 100.000 dólares (1,8 millones de hoy). La venta de todo el patrimonio no alcanzó para saldarla.

Creatividad y cuerpo

Autora: Cristina Ribera Casal – Psicoterapeuta gestalt y corporal integrativa. Formada en psicoterapia integrativa y en el desarrollo del cuerpo y el arte como herramientas para el crecimiento personal. Artista autodidacta.

 

Mas por frío que sea el año y falto de cantos,

en el tiempo señalado las briznas de hierba germinan

en la tierra blanca todavía nevada,

y a menudo se oye el canto de una ave solitaria. 

Friedrich Hölderlin


Cada vez que leo este pequeño poema, me viene a la mente el mismo pensamiento: lo que tiene que ocurrir, ocurre. Por árido que sea el paisaje, si permanezco ahí en actitud de silencio y escucha, probablemente pueda percibir algo que haga cambiar la condición de árido. Eso, para mí, es creativo. Es generar una nueva posibilidad.

Lo que pretendo con estas líneas es expresar algunas de mis ideas sobre creatividad, basadas en mi experiencia personal, y que esto permita a los lectores hacerse preguntas sobre cómo es su creatividad y de qué manera la llevan a su día a día.

La palabra ‘creatividad’ proviene del verbo creare, que significa ‘engendrar, producir’. Luego cuando soy creativa estoy generando una nueva posibilidad, y al revés: generar nuevas posibilidades es poner en juego mi creatividad.

Ha sido a través de mi propio proceso terapéutico que me he dado cuenta de lo idealizado que tenía el concepto de creatividad y cómo esto me ha limitado muchas veces. Hoy, para mí, la creatividad es una actitud frente al mundo y frente a la vida, porque la creatividad forma parte de la vida. ¿Qué hago si no cada mañana al despertarme y decidir empezar un nuevo día? Voy creando cada momento con todo lo que pienso, siento, expreso y decido hacer. Me refiero a una actitud de permanecer abierta y de darme permiso. Permiso para estar en silencio, para tomarme la vida menos en serio, para jugar, para llorar, para sentir lo que siento y expresar o no lo que necesito. Abierta a escuchar lo que me pasa por dentro, a las sensaciones, y con todo ello decidir hacia dónde voy.

Una actitud que me facilita tener conciencia de qué hago yo para ir creando cada momento de mi vida (junto con lo que la vida ya me trae). El problema es que, habitualmente, no somos conscientes de ello y actuamos de manera automática, a menos que estemos entrenados en autoobservarnos (y eso tiene mucho que ver con estar o haber estado en un proceso de crecimiento personal —generalmente a través de la psicoterapia—). Para mí no ha sido ni es tarea fácil cultivar esta actitud, pero es la que yo elijo, porque así lo quiero, para seguir viviendo.

La creatividad también tiene que ver con darme permiso para equivocarme, para no saber cómo hacerlo, para atascarme, para dejarme estar perdida. Cualquier artista reconoce estas fases con lo que sucede inevitablemente en un proceso creativo. 

 “Los artistas que buscan perfección en todas las cosas son aquellos que no pueden alcanzarla en nada”

Eugène Delacroix

Hay personas que opinan que no son creativas y eso tiene más que ver con obstáculos que inconscientemente ellas mismas se ponen que con el hecho de que realmente no lo sean. Porque al final, de lo que se trata con la creatividad es de poder expresar lo que uno es, cada cual a su manera y como pueda. Que yo pueda expresar lo que soy.

Existen muchas opciones para atrevernos a conocer nuestra creatividad. Pintar con témpera sobre papel, cartón o pared; escribir sin intención de crear nada, simplemente dejando que la mano se mueva; bailar sin música o con ella; moldear un trozo de arcilla o fotografiar lo que para mí es creativo podrían ser algunas maneras —de las miles que existen— de empezar a indagar sobre ello.

En este punto es importante para mí introducir el tema del cuerpo. En mi proceso personal, la exploración de mi potencial creativo ha ido a la par con el trabajo corporal. Y fue en ese momento que pude empezar a darme cuenta de cómo cambiaba lo que sentía, lo que expresaba y la manera como lo hacía.

La creatividad no puede ir desligada del cuerpo porque yo soy mi cuerpo y todo lo que vivo lo siento en él. Mi cuerpo es el contenedor de todas mis experiencias. Cuando me doy espacio para escuchar a mi cuerpo y dejar que se exprese, tomo contacto con aspectos internos y de la vida a los que normalmente no suelo acceder.

Cuando dejo que mi cuerpo se mueva como necesita, mi expresión toma una forma concreta, con la que puedo decidir hacer muchas cosas o no hacer nada, pero si decido plasmarla en un lienzo, escribirla en papel, pintarla en la pared, crear un collage, bailarla… será completamente distinta de si me hubiera quedado simplemente dentro del terreno mental.

Decía Gabrielle Roth, artista creadora de los 5 Ritmos, que explorando toda la gama de nuestros movimientos naturales podemos retomar el contacto con nuestra energía más auténtica, más de verdad, nuestra energía natural animal. Y eso nos ayuda a estar presentes en el cuerpo.

De manera que lo que permite el trabajo corporal es abrir, abrirme para poder generar otras posibilidades. Posibilidades creativas.

Imagina cómo sería expresar tu creatividad desde ahí.

Expresar lo que eres, ni más ni menos.

 “La creación espontánea surge de lo más profundo de nuestro ser. Lo que tenemos que expresar ya está con nosotros, es nosotros…”

Stephen Nachmanovitch

 

Cada acto creativo

remeda el soplo primordial

el salto inaugural;

el paso de la nada al ser,

del no haber sido al estar naciendo,

al latir 

Cada latido único,

cada vez toda vez.  

Hugo Mujica