Autor: Oscar Fontrodona – Terapeuta gestalt y corporal integrativo
Este lunes 16 de mayo, la Sala Bruc del Espai TCI se llenó para despedir a Antonio Pacheco, el creador de la terapia corporal integrativa, fallecido en Vitoria a los 68 años, lúcido y rodeado de seres queridos, tras una larga dolencia.
Familiares de Antonio, terapeutas, ayudantes, alumnos… pudimos expresar en este homenaje barcelonés la gratitud por todo lo que hemos recibido de él. Su hijo Igor leyó una de las poesías de Antonio, Oración a Dios, hicimos una meditación para ayudarle en el tránsito y le lloramos ante un vídeo con imágenes de su vida.
Fue una ocasión para el reencuentro de compañeros de viaje que nos habíamos perdido la pista. Fieles al espíritu dionisíaco de Antonio, cerramos animadamente con un opíparo picoteo de productos vasconavarros, salpicado de tantas anécdotas e historias que contar.
Carismático y genial formador de terapeutas, Antonio fue mi maestro en los SAT y en el TCI, esa formación tan vivencial que se trajo de Vitoria a Barcelona hace ya tres lustros, y que llevó hasta las tierras mayas de Chiapas.
Su muerte me sorprende con uno de sus libros entre las manos, Ego, esencia y transformación. Ahí resume la filosofía de la TCI, donde la I de «integrativa» responde a las inteligencias múltiples (de la música al cuerpo, pasando por la reflexión filosófica…) de Antonio, un ser dotado para aunar técnicas de lo más variopinto.
Subrayar sus palabras me devuelve al día en que Toni Aguilar me llevó hasta él, a una masía de La Garrotxa donde Antonio iba a impartir un primer stage de TCI sobre «el ego» y me invitaban a probar la medicina. Me invade la gratitud al recordar aquel privilegio. Ante el portón de La Comademont, me recibió la sonrisa bondadosa de Antonio y cuando me quise dar cuenta cuenta ya había traspasado el umbral de un camino sin vuelta atrás.
Vaya si me enteré aquel fin de semana de qué iba el ego. Cuando llegó el momento de pasearlo, de mostrarle a aquel grupo (al mundo) mi locura, escrita en una cuartilla mal pegada con celo al pecho, hube de vérmelas con mi dolor y mi vergüenza, y con mi presteza para desconectar de mi dolor y mi vergüenza. Tras aquel rito iniciático, Antonio me recogió, señalándome un camino: «recuperar la alegría de vivir, que es lo que trajiste como niño al nacer», y un método: «si el ego se forma en relaciones enfermas, en relaciones sanas se sana». Quería volver a aquel lugar y tomé la decisión de hacer el TCI.
Antonio fue un maestro muy cercano, que siempre se alegraba de verme, de sonrisas y abrazos recios que calentaban el corazón. Alguien con quien podías contar, disponible a todas horas. Mientras iba reencontrándome en mi grupo de TCI con las emociones perdidas, en los trabajos de repente tenía la sensación de que hablaba para mí. Formaba parte de la magia que estaba viviendo. Sentía que él me conocía. Me he sentido muy reconocido por Antonio. Me miró con benevolencia, más allá de mis personajes internos y mis neuras. Es una experiencia compartida, me consta, por muchos compañeros de viaje. Esa mirada fue sanadora y un aliento para seguir.
Qué gran regalo sentirme aceptado tal como era. Un día, en un taller, nos preguntó qué queríamos ser. Sentía que los demás sí lo tenían claro, y ahora qué digo y se acaba la rueda y ya no puedo esconderme más. «Siento que siempre he ido a la deriva», confesé al fin, muerto de vergüenza. «¿Pues sabes, Oscar —sonrió—, que no es mala manera de ir por la vida?».
Antonio era paternal y yo tenía todos los números para hacer con él transferencia paterna. «De niño —explicó aquel día que le conocí—, no eres aceptado como eres. Queda un fondo de gran soledad. Hasta que sientes que puedes ser aceptado como eres por un ser humano. Necesitas encontrar al menos una persona que te reconozca como ser humano». Más tarde, en el trabajo de los SAT, tuve ocasión de reparar a través de él el maltrecho vínculo con mi padre, y tengo para mí que gracias a esa limpieza pude ser padre yo también.
El vínculo que establecí con Antonio me ayudó a sentir mi pertenencia a lo masculino, a restablecer mi vínculo con el hombre. Aún me inspira su arriesgar, su ir a por lo que quieres, la determinación para atravesar los obstáculos que se interponen en el camino de tu deseo. Un bregador, era Antonio. Su propuesta era atreverse a ser y —dijo aquel día en la Coma— «recuperar la capacidad de fluir en libertad… desde un contacto esencial: no querer el placer del otro, la alegría del otro, es una traición al otro».
Tan vital… Las cenas con él llevaban al alba ¡y al día siguiente tocaba madrugar!, y no eran veganas. Se te contagiaba aquel hedonismo tan de Antonio, un sacarle el jugo a lo bueno de esta vida, mitad estarse en el disfrute y mitad en la curiosidad.
Porque Antonio era corazón pero lo que a mí me admiraba más de él era la fuerza. Se me antojaba imponente. Un día nos dijo haber pesado casi seis kilos al nacer, en Valencia. Esa gran energía le ayudaba a mover grupos grandes como yo no he vuelto a ver. Su capacidad de trabajo era legendaria. Y una palabra clave de su pensamiento, que está por reivindicar, es «impulso».
Me acostumbré a su entrega, a aquel darse. Los talleres de Antonio sabías cuándo empezaban (un pelín tarde) pero no cuándo iban a terminar; podía ser las ocho como a las once; imposible quedar para después. Daba mucho, y se nutría de sus alumnos, claro. Nos hacía partícipes de sus últimas lecturas y descubrimientos, que él integraba mientras se los escuchaba decir.
Tenía el don y el gusto de la palabra. Era el suyo un lenguaje claro, entreverado de humor políticamente incorrecto. En aquellas charlas y trabajos con él me fue calando, gota a gota, ese «humanismo transpersonal» que luego he reencontrado en nuevos viajes y que me ayuda a orientarme en los oficios de vivir y del acompañar terapéutico.
Tenía pasión por transmitir conocimiento y enseñanzas; para mí que siempre conservó algo del maestro de primaria que fue en su juventud («comparado con la educación, lo demás es trivial», sentenció el día que lo conocí). No es extraño que creara La Llave, editorial imprescindible que da a conocer en España maestros de la psicoterapia y la tradición, como el clarividente Baba Om Tom Heckel, que estuvo a su lado en el último suspiro.
Yo le he visto ponerse bravo; él, que tuvo cargo político en el País Vasco de los años de plomo, no le hacía remilgos a los broncos juegos de poder. Y a la hora de negociar los dineros, sacaba al jugador de póker profesional que había sido; para hacer gala después de una generosidad desprendida.
Como dicen que pasa con todos los buscadores, Antonio vivió también su noche oscura, cuando la vida le atizó un par de golpes, en especial el abrupto desplazamiento del SAT, el proyecto de Claudio Naranjo que impulsó durante veinte años de su vida. Me alegro de que al final se haya reconciliado con Claudio.
Antonio se despide de nosotros con estas palabras:
«No llores en mi tumba, no te aflijas, recuerda que me enfrenté a la muerte con conciencia y que me fue concedido el tiempo necesario para despedirme y reconciliarme con la vida con dignidad. Recuerda que mi vida fue plena, que fui un buscador afortunado, que al final de mis días encontré la paz y la unidad, me reafirmé en el sentido de la vida que ya creía.
El principal sentido de la vida es conocerse a sí mismo, para saber que hemos venido a este mundo a aprender y a dar. Yo siento que he cumplido mi misión y que puedo entregarme a la muerte en paz.»
Así sea.