Autor: Oscar Fontrodona – Terapeuta gestalt y corporal integrativo
No había ni un alma, ningún paseante, esta fría mañana en el Colmado Quílez. Tampoco los turrones rebajados de febrero. Solo un ruido de blacandéquer en la trastienda; me asomo, unas batas celestes ultiman un gran ataúd de madera para los Riojas.
El arrendador que les echa tiene la Ley y su derecho. Ya no «perderá dinero» y me alegro por su familia.
Solo que a mí, lo siento, me gustaba Quílez de la Rambla, y Canuda, y muchos otros viejos comercios del centro, y es amargo que miles de ellos, en mi ciudad, y en toda España, se vean hoy forzados a echar el cierre.
Imagino que no soy el único que los prefiere a la franquicia impersonal que vendrá a ocupar su lugar. ¿Te imaginas vivir en un país donde todos coman lo mismo, vistan lo mismo, piensen lo mismo? Ya existe, en el imaginario de los ignorantes con mando en plaza.
Yo, como John Lennon, me imagino otro porvenir menos estandarizado, menos biodegradado, porque tengo fe en el ser humano. Y me pregunto cómo es que, si somos muchos los que preferimos Quílez o Canuda a Starbucks, no hemos hecho lo suficiente para conservarlos, no hemos sabido encontrar la manera. Tanto que nos ocupamos de si se extinguen los linces o las ballenas… ¿Y nosotros? A poca amplitud de miras que le echemos, veremos que no cuesta más cuidarnos que no cuidarnos.
Las estructuras carcamales, todas las instituciones de la barbarie están agonizando, y hoy me apena tan solo que se lleven por delante, en su estertor sacrílego, las tiendas de mi memoria.
Con tu encanto, Quílez de la Rambla, que es el de la tradición y el contacto humano, me calentaste el corazón los inclementes febreros.
Ahí te guardo.
Te suelto.
Seguimos buscando la belleza. Nos esperan nuevos oasis para abrirnos el corazón.